Daniel Masnjak
Bachiller en derecho por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Asociado de Bullard Falla Ezcurra+. Cuenta con estudios en los Cursos de invierno en derecho internacional público y privado de The Hague Academy of International Law. Miembro del Círculo de Estudios en Derecho y Política.
Existe un común denominador en el debate sobre la propuesta de convocar a una asamblea constituyente en el Perú. Tanto sus promotores como los defensores del orden constitucional coinciden en que, para bien o para mal, es un poder sin límites. Impera la idea de que, como escribió en mayo el hoy Ministro de Justicia, “(e)l Poder Constituyente radica en el pueblo, es el poder de poderes, el poder supremo, originario”.
Las implicancias de esta idea son evidentemente considerables. Lo que se jugaría el país en una constituyente es, en principio, todo. Bajo la premisa de que es el poder de poderes, incluso cuando sus promotores hoy solo hablen del régimen económico o de redactar una larga lista de “nuevos derechos”, en teoría nada le podría impedir a la asamblea crear o desmantelar lo que desee en el plano nacional.
Una pregunta que debemos hacer, sin embargo, es por qué seguimos aceptando esa idea acríticamente. Quienes nos oponemos a que se convoque a una constituyente debemos ser conscientes de que sus promotores y potenciales integrantes querrán reclamar para sí la unción de ese “poder soberano”. Debemos denunciar que esa es la única explicación de que inviertan tiempo y recursos en ese proyecto (en vez de poner en papel qué es puntualmente lo que quieren cambiar, por qué y con qué). Sin embargo, deberíamos también poner en duda que esa autoridad ilimitada si quiera exista, en primer lugar.
Sería absurdo pensar que habría alguna diferencia entre que el Congreso apruebe una “Ley del Sistema Nacional de Tortura” y que una asamblea constituyente lo incorpore en la Constitución resultante. Incluso quitando de la ecuación al derecho internacional, serían igual de inaceptables. Sin embargo, esa es la consecuencia lógica del mantra del “poder de poderes”. Si el Poder Constituyente no puede hacer algo así, entonces no es realmente supremo, originario, sin límites, y tenemos la obligación de marcar esos límites siempre.
Como precisa Danilo Castellano en “Constitución y Constitucionalismo”:
“La fuente del derecho – como hemos apuntado – no es la voluntad del «tercer estado», de la nación, del pueblo, sino la misma naturaleza de la comunidad política. El constituyente, por tanto, «no es un poder totalmente libre en su fin». No es la explicación plena de la soberanía. No puede ser definido como una función tan libre en su causa que se libera incluso de la discrecionalidad. En efecto, el poder constituyente no se ejercita en una condición de caos (como sostienen las doctrinas constructivistas), puesto que la comunidad política nace con el hombre, no por voluntad del hombre. El poder constituyente, para la doctrina clásica de la constitución natural, es un poder ordenador (como se ha dicho), que obra legítimamente sobre la base del derecho en vista de un ordenamiento positivo. En otras palabras, el derecho (el derecho en sí, no la norma) no es originado por el poder constituyente, sino es su condición.”
La pregunta que cae de madura, en la eterna tensión entre positivistas y iusnaturalistas, será cuál es el contenido de ese “derecho natural” que el constituyente sólo ordena, que es su condición, y del que no puede salir. Pero otra, a veces obviada, es qué se puede hacer para generar condiciones institucionales y culturales que hagan respetar esos límites de un poder que, como otras veces en la historia, se autoproclama ilimitado.
¿Hay en los partidos políticos, organizaciones sociales y sociedad civil en general, un entendimiento y fundamento sólidos del ser humano, su dignidad, derechos y deberes? ¿Tenemos claridad sobre los límites que no se deben exceder, más allá de lo que apruebe una asamblea? Si la respuesta es no, estamos perdiendo desde el saque contra el mantra constituyente.
