Por Teresa Pueyo-Toquero
Profesora en la Universitat Abat Oliba CEU de Barcelona (España), en la cual imparte Antropología y Sociología. Doctora en Comunicación, Educación y Humanidades por la Universitat Internacional de Catalunya. Es especialista en la relación entre el poder, la cultura posmoderna y el feminismo de género y cómo todo ello afecta a la familia actual. Escribe habitualmente en https://postmoderniting.wordpress.com/
En un momento en que las teorías sobre la maternidad no pueden ser más diversas, me parece que hay una verdad compartida por la mayoría de las madres que trabajan fuera del hogar: las mujeres sienten que tienen que trabajar como si no tuvieran hijos y criar a sus hijos como si no trabajaran.
La tensión entre la vocación maternal y profesional se ha visto exacerbada por la situación de la pandemia, que ha obligado a millones de familias a renunciar a muchos de sus apoyos habituales. En los últimos dos años se ha evidenciado la verdad que muchas madres trabajadoras han vivido desde hace décadas: no se puede hacer todo a la vez.
Muchas veces se habla de la incorporación de la mujer al mercado laboral como si fuera una conquista histórica absolutamente novedosa, lo cual parece impreciso. Las mujeres han trabajado siempre, muchísimo, y no solo dentro del hogar. Las mujeres pobres (que han sido la mayoría) han trabajado por cuenta ajena desde hace siglos, por lo que la novedad de los siglos XX y XXI no es tanto que la mujer trabaje fuera del hogar, sino el cómo y el porqué. Es evidente que la revolución tecnológica y el mundo globalizado han propiciado la aparición de nuevas profesiones, que exigen un tipo de dedicación que es novedosa en la Historia.
Pero hay un cambio mucho más profundo, que tiene que ver con el porqué, con la motivación con la que la mujer de hoy enfrenta el trabajo. Para entenderlo, puede ser de ayuda la teoría del filósofo Byung-Chul Han, que sostiene que, en el mundo actual, «el capital se erige en una nueva trascendencia” (19), en un sustituto de la religión y de Dios. En este sentido, el trabajo deja de ser un instrumento para sostener la vida humana y se convierte en su razón de ser: “el sujeto del rendimiento absolutiza la mera vida y trabaja” (13). Para Han, el sujeto posmoderno se entiende como un proyecto, cuya plenitud pasa por el rendimiento en el mercado. Esto sería una novedad esencial en cómo la sociedad entiende el trabajo remunerado y es algo que afecta dramáticamente a las mujeres.
La deificación del trabajo es una forma de materialismo que niega el orden trascendente y, por eso, la absolutización de la carrera profesional provoca un conflicto vital frente a las relaciones que son trascendentes por naturaleza, como la familia. La tensión del capitalismo neoliberal afecta tanto a hombres como a mujeres, pero a la mujer la rompe de una manera mucho más profunda, porque a esta dialéctica se une la del discurso feminista.
El feminismo que nace con Simone de Beauvoir se fundamenta en el mismo materialismo, en la idea de que sólo tiene valor aquello que obtiene un resultado económico en el mercado. Desde esta perspectiva, sostiene que el cuidado de los hijos y del hogar no tienen ningún valor porque “no es directamente útil a la sociedad, no tiene salida de futuro, no produce nada” (590). Por eso, desde entonces, el feminismo ha reclamado “el control de natalidad y el aborto legal” (643) para que la mujer pueda liberarse de la carga de la maternidad y competir en el mercado como un hombre.
Ambas dialécticas -la neoliberal y la feminista- impactan a la mujer actual, que vive en su carne el enfrentamiento entre la maternidad y el deseo de alcanzar el éxito profesional. Ambos mundos le reclaman una entrega absoluta que ella percibe como imposible. Y tiene razón: no se puede hacer todo perfectamente y a la vez.
Decíamos que el sufrimiento de la madre trabajadora no viene dado tanto por el hecho de trabajar fuera del hogar, sino por cómo, en la intimidad de su corazón, se comprende a sí misma y al trabajo que hace.
La ética del trabajo posmoderno se asienta sobre el dogma materialista de que la producción de un resultado económico es lo que tiene más valor en la vida humana. La mujer ha sido convencida de que su humanidad, su valor, pasa por competir en el mercado y no por la posibilidad de dar a luz, de nutrir y de educar nuevas vidas. En este sentido, decía la filósofa Alice von Hildebrand que “un día, todos los logros humanos quedarán reducidos a un montón de cenizas. Sin embargo, cada niño nacido de mujer vivirá para siempre pues goza de tener un alma inmortal” (54). Solo desde esta perspectiva, la mujer se puede liberar de la contradicción a la que la ha sometido el feminismo. Solo así se entiende que acaso no haya en el mundo vocación más elevada que la de la mujer.
Decir que la vida humana es el valor supremo al cual se debe ordenar todo lo demás, implica dos consideraciones finales:
La primera es que la dignidad del niño exige que aquellos que le han dado la vida física, procuren también su cuidado y educación. Esto implica, habitualmente, que los padres han de trabajar fuera del hogar para poder proveer su sustento y su formación. En este sentido, el trabajo no sería un fin en sí mismo, sino el medio para sostener algo que tiene un valor superior. Así, la tensión entre la maternidad y el desarrollo profesional se convierte en una jerarquía, tanto para el varón como para la mujer: el trabajo será bueno y ordenado cuando sirva a la familia y todo lo contrario cuando le impida realizar sus fines.
Esto lleva a la siguiente consideración y es que, como la familia es la primera y fundamental célula de la comunidad política, corresponde a toda la sociedad protegerla y hacer posible que alcance sus fines propios. Por ello, los estados están obligados a promover medidas de protección y promoción de la familia, donde nace y vive lo único que, en el orden político, tiene un valor infinito. Hablar de políticas de conciliación parece reforzar la idea de que hay un enfrentamiento entre dos realidades de igual valor. Quizá, paradójicamente, la liberación de la mujer no pase tanto por el empoderamiento profesional, sino porque ella misma -y toda la sociedad- asuman la verdad de que la maternidad tiene un valor incalculable, al cual se debe ordenar todo lo demás.
Fuentes:
Beauvoir de, S. (2005). El segundo sexo. Anaya.
Han, B-C. (2020). Psicopolítica. Herder.
Von Hildebrand, A. (2019). El privilegio de ser mujer. Eunsa.
